Parece que la desaparición de la capacidad de análisis prospectivo, de la estructuración de escenarios a futuro, afecta a muchos de los protagonistas políticos mexicanos, aunque sin duda a unos mucho más que a otros. Esta es la relación de los puntos cruciales, de las luces ámbar en el tablero, sobre las cuales ha comenzado a trabajar el gobierno de Enrique Peña Nieto:
- La absoluta carencia de visión de Estado y de talento político del panismo empoderado, que llevó al país a una crisis general y agobiante.
- La creciente inserción de México, por obra y gracia de los gobiernos del PAN, en el esquema de seguridad de América del Norte, configurado conforme a las necesidades y prioridades de Estados Unidos. Al mismo tiempo, México se alejó de América Latina, hasta un punto que muchos creyeron irreversible.
- El incremento de la violencia desestabilizadora, que no solamente surge del crimen organizado, sino de las bandas violentas, algunas de ellas paramilitares; y de los grupos armados al margen de la ley, como los sicarios del narcopoder y de la ultraderecha.
Ante este panorama, comenzó una rebelión profunda, todavía sin líderes consolidados ni cauces bien definidos. La ciudadanía quiere regresar del exilio y revitalizar una democracia postrada y secuestrada; quiere ser de nuevo el protagonista en una democracia auténtica y regenerada. Hay una fuerza desconocida que le impulsa a hacerlo, a pesar de sus cobardías, dudas y fracasos Pero, hasta conseguirlo, tendrá que atravesar desiertos y desfiladeros poblados de peligros y de alimañas dispuestas a defender con sangre y fuego sus privilegios.
El Estado, institución creada para salvaguardar la paz y la armonía y preservar los derechos y libertades de la humanidad, parece, en algunos confines del globo, a punto de fracasar. Si se asume el análisis de tal fenómeno, es urgente, entonces, sustituir los poderes existentes por otros más eficaces y transformar a la sociedad.
Se requiere un giro ético prometedor y nuevo que lleve, directamente, a sustituir el protagonismo hipertrofiado de los gobiernos y las clases políticas tradicionales (incluso las de aparente nuevo cuño, como la perredista y la panista), por el protagonismo de la ciudadanía; a valorar más a la persona, a depositar la confianza plena sólo en lo que resulta posible controlar muy de cerca. La vida y el mundo son demasiado importantes para delegar su dirección y custodia en ineficientes administradores lejanos.
Tal vez haya que recordar a Juan Jacobo Rosseau, con aquello de que “en el instante en que un pueblo permite ser representado, pierde su libertad”; o cuando afirmó que “no puede haber patriotismo sin libertad; ni libertad sin virtud; ni virtud sin ciudadanos. Crea ciudadanos y tendrás todo lo que necesitas; sin ellos no tendrás sino esclavos envilecidos, desde los gobernantes del Estado hacia abajo”.
Luego de haber atravesado periodos históricos de oscuridad y crueldad inimaginables, con millones de seres humanos asesinados por unos estados que se alimentaron del poder por encima de cualquier otro objetivo, es preciso plantear, con fundamento y esperanza, el principio del fin de una larga noche histórica, la de los Estados desbocados y con sobredosis de poder.
Cuando la sociedad civil se ha movilizado en busca de más libertad, lo que ha encontrado en muchas ocasiones ha sido un retroceso de las libertades ciudadanas y un incremento del poder estatal. La ciudadanía ha caído muchas veces en la insensatez del momento, del caudillismo, de las peores utopías y abierto las puertas del poder, de la administración de estados y gobiernos, a depredadores de toda laya.
A fin de justificar el vergonzoso espectáculo de los enfrentamientos, rencillas y cuchilladas en la cúspide del poder; o para mantener privilegios y ventajas, se habla del rango vagamente de las necesidades de la representatividad, o se pontifica que la política es así, o que en la política todo vale; en cínico olvido de principios superiores, como la primacía del bien común o la prioridad del servicio a la ciudadanía.
A pesar de las dificultades, aunque el poder disponga hoy de más recursos que nunca para erradicar la fuerza ciudadana (miedo, manipulación, disuasión, sanciones y violencia), la humanidad ha decidido dar otro empujón a la historia, abandonar el ropaje del súbdito y volver a colocarse las vestimentas de la ciudadanía.
No hay otra forma de garantizar el futuro, si bien en México la acción ciudadana sigue siendo cíclica, a veces estéril, todavía carente de la capacidad real de movilización, no de torpes marchas o “tomas” abusivas, que suelen dar paso a violencia, vandalismo, fricciones sociales y enconos.
Aunque algunos hayan alertado de manera engañosa que un exceso de democracia puede poner en peligro las instituciones, el camino correcto ya fue señalado por Alfred Emanuel Smith, cuando dijo que “todos los males de la democracia pueden curarse con más democracia”.
En la democracia sólo se hace el camino al andar. Por democracia debe entenderse una sociedad libre, no oprimida por poderes políticos, ni dominada por oligarquías; en la que los gobernantes verdaderamente respondan ante los gobernados y estén sujetos inexorablemente a la rendición de cuentas.
Una sociedad es democrática cuando es abierta y cuando el Estado está al servicio de los ciudadanos y no al revés. La definición más brillante y difundida de la democracia quizás sea la del Gran Emancipador, Abraham Lincoln, en Gettysburg, en 1863: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Sin más. De este principio surge la rebeldía ciudadana, en pos no de la perversa utopía de la abolición del Estado, sino de la construcción del Estado necesario.