Este es un testimonio de vida y muerte. Una crónica de dolor y de valor escrita en 1999. Una denuncia contra la mentira y el engaño de la propaganda.
A Dusan, que lo hizo posible.
A Branka, por estar ahí.
A los serbios que se han quedado, por su valor.
A los que se han ido, porque no pudieron escoger.
A los muertos: eran inocentes.

Una hora antes de llegar a Kosovo, la carretera deja de serlo y precipita al Audi color verde oscuro en el parduzco lomo irregular de una brecha de terracería abierta contrarreloj. Es uno de los precios que han de ser pagados por quienes no deben, sino les deben, luego de la destrucción de los puentes –con carreteras y vías férreas—sobre un Danubio que dejó de ser azul y tiene ahora al color gris muerte de la contaminación radiactiva. El conductor, un serbio afable, canoso y semicalvo, ha sostenido –pese a los baches del asfalto, e incluso ya en pleno camino terregoso—una velocidad de crucero de unos 140 o 150 kilómetros por hora. Sabe de la prisa del reportero mexicano.
En Belgrado, el director general de Tanjug, Dusan Djordjevich, experimentado periodista, comprendió de inmediato las prioridades del colega que llegaba del otro lado del oceano y, sin minimizar las advertencias de los funcionarios del Ministerio Federal de Relaciones Exteriores, acerca de los peligros que implica llegar a Pristina por carretera desde Yugoslavia, ofreció un apoyo que habría de resultar invaluable para el viaje a Kosovo del enviado de unomásuno y páginauno. El conductor del Audi estaba enterado, sin duda: el tiempo apremiaba.
La nube de polvo dejaba atrás ciudades pequeñas, pueblos, aldeas; en varios de ellos la vida parecía normal, incluso con evidencias de cierta prosperidad; lo más impactante era el desfile interminable de tierras fértiles, verdes, sembradas con maíz, con girasoles, con trigo. Serbia ha sido tradicionalmente un importante productor de alimentos. Aquí, allá, a la derecha, a la izquierda, testimonios de los 78 días de bombardeo –el más brutal en la historia—por las potencias integrantes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), con Estados Unidos a la cabeza, en todos los sentidos. Casas sin techo, ennegrecidas por las llamas; puentes deshechos; instalaciones fabriles convertidas en ruinas.
De pronto, frente a un hotel campestre que posiblemente era una contraseña convenida de antemano, porque ahí apareció adelante del Audi un vehículo todoterreno, de color rojo, que nos precedería hasta el último puesto de control de las tropas del Ministerio del Interior yugoslavo; y luego de que el conductor maniobró una vuelta en U con singular pericia, una mole motorizada en marcha: el último contingente del Ejército ruso que habría de ingresar en Kosovo, dentro del acuerdo con las potencias occidentales y al amparo de la apresurada legitimación concedida por la ONU a una guerra sin previa declaración ni fundamento legal alguno. Los rusos “colaboran” con la Kosovo International Peace Force (Fuerza de Paz Internacional para Kosovo), o Kfor, pero únicamente obedecen a sus propios mandos.
Con apenas 17, 18, 19 años de edad, los soldados rusos se desplazaban en tanques, carros blindados, artillería de campaña, camiones para el transporte de tropas, vehículos de intendencia y ambulancias. Sonrientes, correspondían al saludo de los serbios, de hombres y mujeres que los veían pasar como a sus propios hijos, los chicos del vecino fuerte y confiable, del amigo de toda la vida que nunca les ha dado la espalda. La falta de un apoyo mayor durante los días de la agresión implacable y de la ocupación extranjera de Kosovo y Metohija –la cuna de la nación serbia–, es atribuida inapelablemente al gobierno de Boris Yeltsin, mismo que, dicen de un extremo a otro de Yugoslavia, no representa el sentir del pueblo ruso.
El Audi rebasó la ciudad de Merdere –donde las inclemencias de la complicada posguerra son más notorias en cuanto a carencias e insuficiencias, como lo reflejan las viviendas, de una precariedad que no vi más la norte– y un kilómetro al sur, tras pasar por la última posición de las tropas del Ministerio del Interior, encontramos el puesto de control de la Kfor, a cargo del Ejército británico. Los soldados, también sumamente jóvenes, se comportaron con gran amabilidad e incluso se disculparon por inquirir si llevábamos armas en la cajuela –nunca pidieron que fuera abierta–: “Tenemos que preguntar”. Revisaron el pasaporte mexicano, el carnet profesional de unomásuno, y permitieron el paso.
El Audi quedó unos metros adelante de ellos, en territorio de Kosovo. Al frente, la carretera hacia Pristina. A los lados, una extensión desolada con apenas algunas señales de vida. Junto a la cinta asfáltica, rastros de vida: un trozo de pan todavía fresco, botellas de bebidas diversas, cajetillas de cigarrillos de variada procedencia –incluso estadunidenses, franceses, serbios–, papeles, basura. De Pristina llegan los que han sido obligados a abandonarlo todo. Por aquí, precisamente, continúa el éxodo de los serbios kosovares, con la tenacidad del goteo.
En una hora de observación –tiempo que tardó en llegar el vehículo, autorizado por la Kfor, en el que habríamos de continuar el viaje hacia la capital kosovar–, cuatro familias cruzaron la legalmente inexistente frontera –puesto que Kosovo sigue siendo parte de Yugoslavia—hacia el norte. Los serbios kosovares iban en vehículos, por lo general pequeños y destartalados. Solamente una familia viajaba a bordo de una camioneta relativamente moderna. Sus historias coinciden: durante semanas soportaron las amenazas, las agresiones en las calles, las llamadas telefónicas o los golpes en las puertas por la noche; los secuestros, las vejaciones y la promesa de una muerte cierta a manos del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) y de los grupos de civiles armados que actúan a ciencia y paciencia de la Kfor.
Milo Odalovic, su esposa, su hija, su madre, fueron detenidos brevemente –en revisión de rutina practicada con toda cortesía, de lo cual fui testigo presencial—en el puesto británico de Merdere. Conversé con Odalovic, quien habla un inglés rudimentario salpicado con expresiones en alemán. “Mi familia vivió siempre en Kosovo, desde hace más de 200 años. El ambiente era cada vez peor y ya no puedo trabajar, porque los albaneses lo controlan todo y no me aceptan.
“Fuimos con la gente de la Misión de las Naciones Unidas para Kosovo (Unmik, por su acrónimo en inglés) y no nos hicieron caso. Tampoco la policía militar o la Kfor. No tienen interés alguno en proteger a los serbios. Sus amigos son los albaneses. ¿A dónde voy? No sé, a donde pueda llegar. Sé que la situación en Serbia es mala, pero al menos podremos seguir vivos…”
La camioneta de Odalovic se perdió en el camino, y del otro lado apareció de pronto, a toda velocidad, un automóvil de color gris –Volkswagen Derby–, que pasó junto a nosotros y nos bañó de polvo. Alcancé a ver varias cartulinas con la palabra “Press” (prensa), escrita en letras grandes, visibles. Agitamos los brazos mientras el vehículo se acercaba al puesto de control británico; nos vieron y regresaron en una rápida reversa. Junto a nosotros, bajo un sol inclemente, apareció la figura menuda, compacta, delgada, dinámica e hiperactiva de Branka Stanisic, corresponsal jefe –hasta unos días después, porque estaba a punto de ser relevada por razones de seguridad—de Tanjug en Pristina.
Se dirigió a grandes voces al conductor del Audi; pensé que lo regañaba, pero muy pronto sabría que ese diapasón es normal en ella. Solamente se ponía de acuerdo con él acerca de la fecha y hora en que estaría nuevamente ahí, para llevarme de regreso a Belgrado. Enseguida se volvió hacia mí. “¿Cómo estás”, le pregunté (en inglés, por supuesto). “Cansada…”, fue su primera respuesta. Rápidamente, agregó: “Bien, supongo. ¡Vámonos!” El Derby estaba al servicio de la Radio y Televisión de Serbia, y tenía el registro oficial de la Kfor, aunque en el trayecto –de casi una hora—Branka me reiteró que las placas yugoslavas atraen el peligro en Kosovo.
La destrucción saltaba a la vista, a la derecha, a la izquierda, en la perspectiva del horizonte. Casas y casas y casas sin los tradicionales techos de dos aguas, con huellas inequívocas de incendio. Edificios más grandes –fábricas, centros agroindustriales, barracas del Ejército yugoslavo–, destruidos todos por las bombas de la OTAN o por la violencia del ELK. Esa parte de Kosovo había estado tradicionalmente habitada por serbios; familias cuyas raíces podían encontrarse fácilmente en la profundidad de los siglos. (Conocí, por ejemplo, en un campo de refugiados, a la familia Lukich: Dobrivoje, el padre, de 69 años de edad; Dosta, la madre, de 62; Sladjan, el hijo, de 37. Vivían entre Pristina y Merdere, en una casa construida hace 350 años. Recordaban que todavía hace 15 o 20, no tenían problemas con los albaneses. Pero luego comenzaron a multiplicarse los apóstoles del separatismo, surgió la guerrilla terrorista, financiada desde el exterior con dinero del narcotráfico, y ya no hubo paz).
La primera impresión de Pristina tiene nombre: Dosta Miletich, una mujer sola, de 68 años de edad, quien recorría las calles de la ciudad con dos maletas y un bulto de ropa, golpeada salvajemente, aterrorizada, hambrienta, en busca de ayuda. Llegó a la explanada fuera del centro de prensa de la Kfor, justo cuando Branka y yo nos dirigíamos a tramitar mi acreditación. Parecía un animal acorralado. Un par de centinelas de la Kfor –alemán y británico—se le acercaron de inmediato, para decirle, en inglés, que no podía dejar sus cosas ahí. No les entendió; sus ojos, desorbitados por el miedo, buscaban ayuda. Le dije al británico –londinense, cockney—que seguramente no podría comunicarse con ella.
Intervino Branka. Explicó a Dosta la imposibilidad de que en ese lugar encontrara protección. La tranquilizó, la abrazó, lloró con ella, y le ofreció acompañarla para que la Policía Militar de la Kfor levantara un acta –en principio inútil, puesto que la aterrorizada mujer no pretendía regresar a su departamento, ni recuperar las pertenencias trabajosamente acumuladas a lo largo de una vida productiva—, y lograr que un vehículo militar la transportara al campamento de refugiados de Kosovo Poljie.
El día anterior, cuando los comandos del ELK le dieron el penúltimo aviso perentorio, enmarcado con insultos, golpes y amenazas de muerte, Dosta había querido recurrir a la Policía Militar; todos los traductores –desde el que se encuentra en el puesto de control de la Kfor al sur de Merdere—son albaneses, porque los serbios se niegan a trabajar para las fuerzas de ocupación. Cuando la anciana llegó a exponer su caso, los mozalbetes albaneses que custodian la puerta de las instalaciones policiacas militares, se burlaron de ella, le dijeron que no había urgencia y la despacharon entre burlas. Me tocó presenciar cuando llegó Branka, y cómo intentaron minimizar el asunto, hasta que la combativa periodista yugoslava habló con un mayor holandés y una sargento británica –esta, por cierto, abiertamente inclinada hacia los albaneses—y logró la salida de Dosta.
Por la noche, sin electricidad, teléfono ni agua, la pesadilla se apoderó del ambiente. El enviado de unomásuno fue testigo presencial cuando un artefacto explosivo –que las tropas británicas de la Kfor identificaron como una granada–, estalló en la puerta del edificio de departamentos marcado con el número 147 de la calle de Vidovidanska, a unas cinco cuadras del Centro de Prensa de las fuerzas militares internacionales.
Branka me llevó al inmueble, para que yo pudiera constatar cómo viven –o más bien sobreviven— algunas familias serbias, en una suerte de comunidad de autodefensa, bastante rudimentaria por cierto, ya que aun cuando posiblemente disponen de alguna pistola, sus recursos principales son garrotes, tubos de hierro y piedras. La periodista yugoslava ha tejido una impresionante red de relaciones y es respetada y estimada por los funcionarios de la ONU –desde el titular de la Unmik, Bernard Kouchner–, los altos mandos de la Kfor y, por supuesto, los integrantes de la administración provisional yugoslava en la provincia. Debido a ello, el mayor Jan Joosten, vocero de las fuerzas internacionales, se ofreció a llevarla, con el periodista mexicano, hasta ese domicilio.
La conjunción de circunstancias posibilitó una intervención inmediata de la Kfor. Un contingente británico de apersonó de inmediato en Vidovidanska 147, acordonó la zona, buscó otros artefactos explosivos –no los encontró, por cierto—y montó una guardia nocturna para garantizar, al menos por unas horas, la endeble tranquilidad de los moradores.
Lalic Bajo, de 85 años, una mujer todavía entera, que ofreció agua de sabores en un gesto típico de la hospitalidad serbia, aun en las difíciles condiciones del momento, resumió las opiniones: “Aquí he vivido siempre, aquí vivieron mis padres y mis abuelos, quiero quedarme. Además, no tengo a dónde ir… Si las cosas empeoran, iremos todos, las 20 familias que estamos en este edificio, a exigirle al señor Kouchner que garantice públicamente nuestra seguridad, o que también públicamente diga si no puede hacerlo, y entonces, que nos proporcione una escolta para salir todos juntos de Pristina…” Un día antes, por cierto, Bajo fue agredida –a puñetazos y patadas—por un grupo de jovenzuelos albaneses, cuando se atrevió a salir del edificio para comprar una cajetilla de cigarrillos.
Entre los albaneses kosovares hay grupos cada vez más numerosos de personas procedentes de Albania, a quienes el ELK y su “gobierno provisional”, encabezado por Hachim Tachi –cuyos vínculos con el narcotráfico hacen que incluso algunos altos oficiales de la KFOR lo llamen “Hashish”–, invitan para que ocupen las viviendas y las tierras de los serbios. En Pristina, todas las tardes y noches, una multitud albanesa enfervorizada y potencialmente agresiva, recorre un paseo en el centro de la ciudad, a un lado de las oficinas del gobierno provisional serbio –custodiado por soldados de la Guardia Irlandesa–, cantando canciones nacionalistas y gritando vivas al ELK.
En Kosovska Mitrovitsa, al sur de Pristina, los soldados franceses han impedido que los albaneses crucen el río Ibar, que divide a la población, hacia donde permanece una cada vez más disminuida comunidad serbia, cotidianamente amenazada de muerte. Kosovo padece una aguda escasez de agua, electricidad, líneas telefónicas; en Pristina hay apagones constantes, y las noches oscuras son aprovechadas para los actos terroristas del ELK. Los serbios, sin dinero ni trabajo, apenas comienzan a recibir asistencia de algunas organizaciones humanitarias; pero no se atreven a salir a la calle, ni siquiera los periodistas, por temor a ser golpeados, torturados y asesinados. Una de las contadas excepciones se llama Branka Stanisic, quien se arriesga con pasión y entusiasmo –si bien comparte tristezas y desesperanzas– por la noticia y por sus compatriotas.
En Pristina conviven los escombros del bombardeo de la OTAN con los cafés de estilo europeo occidental; los muladares y las moscas con la descarada fiebre que lleva a las jóvenes albanesas kosovares a pasear en atavíos sumamente atrevidos –vi a una, guapa sin duda, con un ajustado top blanco sin sostén abajo; reveladores pantalones, también blancos, en los cuales destacaban la sombra oscura del vello público y la forma completa de las nalgas–, para atrapar algún soldado de la Kfor; la mendicidad, el desempleo y las carencias, van a la par de unos precios disparatados, más altos incluso que en Alemania.
Pero, sobre todo, Kosovo huele a miedo, a odio, a temor, y a tanta hipocresía como la que son capaces de desplegar unas fuerzas internacionales que por una parte manifiestan simpatías y ofrecen cierta protección a los serbios vejados, acosados, asesinados, expulsados; y por la otra han colaborado y colaboran con la campaña de limpieza étnica del ELK, al extremo de proporcionarle vehículos militares y permitirle que siga armado y beligerante en toda la provincia.
Otra es la visión –con su respectiva y aséptica versión—en el Cuartel General de los Guardias Irlandeses, en las afueras de Pristina, cerca de las bombardeadas barracas que ocupara el Ejército yugoslavo. Los jóvenes oficiales que me acompañaron en la visita a sus instalaciones, donde los tanques Centurión pueblan de estruendosas sonoridades el entorno desolado, me ofrecieron un sucinto briefing: “Es difícil saber qué pasará con los serbios. Nosotros estamos aquí para garantizar el cumplimiento de los acuerdos entre Yugoslavia y la comunidad internacional, que incluyen el desarme del ELK, el restablecimiento del Estado de derecho y la vigencia de la ley y el orden. Si la gente se siente segura, se quedará.
“Pero hay otros hechos además que son asimismo importantes. Por ejemplo, la gente tiene que trabajar para tener dinero, y los serbios están en una posición sumamente difícil. Lo que ocurrió en el pasado todavía tiene repercusiones en el presente, aunque es de esperarse que con el tiempo, las cosas puedan normalizarse en cuanto a la convivencia. Además, los serbios no se han presentado a buscar un empleo. La Kfor abrió muchas plazas, sobre todo de traductores, y ofreció el 60 por ciento a los albaneses, y el 40 por ciento a los serbios. Ninguno de éstos acude todavía.
“No estamos entrenando a gente del ELK para que se haga cargo de tareas de seguridad en Kosovo. Esa es una decisión que debe tomarse en otro nivel. Nos hemos encargado de desarmarlos en cuanto a las armas de alto poder. Conservan las armas cortas, que están estrictamente controladas. Algunos dirigentes tienen permiso para retener armas de alto poder, pero sabemos quiénes son y dónde se encuentran. No debe perderse de vista que tenemos instrucciones de retirar todas las armas en Kosovo. El general Michael Jackson ha dicho que no debe haber armas acá, como parte del esfuerzo para tener un ambiente adecuado de seguridad.
“Respecto a las acusaciones relativas a que el ELK está vinculado con el narcotráfico o las mafias, es un tema que rebasa nuestras responsabilidades. Nosotros tenemos una misión muy clara en Kosovo, somos soldados, no actuamos para ninguna agencia antinarcóticos ni especulamos. Tuvimos la suerte de que el Ejército británico nos entrenara para una guerra en gran escala, y viniéramos aquí en misión de paz. Eso es todo. Acerca del número de tropas, son los mandos los que deciden si es suficiente o no, de acuerdo con las directrices de los gobiernos. Lo que sabemos es que la presencia militar debe ser cada vez menor y menos obvia, conforme se avanza en la normalización”.
¿Cuál normalización? Dejan Baskovich, coordinador del Centro para la Paz y la Tolerancia, organización no gubernamental yugoslava que efectúa una labor humanitaria y de enlace entre la comunidad serbia, la Kfor y las autoridades de las Naciones Unidas, corrobora que los serbios han sido expulsados de las ciudades más importantes de Kosovo, y considera que si acaso, quedarán poco más de tres mil en Pristina, de los 50 mil que había antes de la guerra. No duda en su evaluación: la situación ha empeorado desde que llegó la Kfor. Los serbios están siendo expulsados y asesinados.
Ofrece cifras: “Solamente desde el 15 de junio, más de 60 fueron victimados en Pristina, más de 300 fueron secuestrados o desaparecieron, hay casi cinco mil casos de intentos de invasión de departamentos y casas, con actos de violencia y amenazas de muerte. Arrojan granadas y bombas contra las viviendas, y es frecuente que le den a la gente dos horas para que se vaya, a riesgo de perder la vida”.
En lo personal, desde el 14 de junio no ha podido dormir normalmente; evita salir a la calle, “porque debo admitir que tengo miedo. No trabajo contra los albaneses; solamente por la justicia, por la paz y una vida segura en Pristina”. La Kfor no puede garantizar la seguridad, comenta. “Si las condiciones siguen como hasta ahora, creo que la vida será imposible para los no albaneses.
“Si lo que la comunidad internacional quiere es que Kosovo y Metohija sean étnicamente puros, habitados sólo por albaneses, lo está consiguiendo. Nada hace para frenar los crímenes. Supuestamente bombardeó Yugoslavia y llegó a Kosovo para impedir las matanzas; pero desde que están aquí los soldados de la Kfor, las matanzas ocurren todos los días. Cada mañana sabemos que alguien que fue asesinado o secuestrado, y esto le importa muy poco a la comunidad internacional”.
Antes de los bombardeos, explica, los problemas se habían agudizado porque los albaneses pretendían separarse de Yugoslavia, y el ELK había comenzado sus ataques terroristas. Los albaneses orquestaron una campaña para convencer a la comunidad internacional de que eran perseguidos y discriminados.
“Falso. No he sabido de ningún país en el mundo donde una minoría étnica tuviera tantos derechos como los albaneses aquí. Ninguna minoría en el mundo. Pero no querían derechos ni igualdad, querían un Kosovo independiente y una Gran Albania. Este ha sido el problema, originado no por los albaneses kosovares, que vivieron aquí con los serbios y luego además con los húngaros, los gitanos, los búlgaros, durante siglos; sino por los albaneses de Albania y de Macedonia”.
Expone, entre cansado e indignado: “Un periodista estadunidense me preguntaba si no entendía yo que los albaneses se están vengando de lo que antes les hicieron los serbios. Y yo le pregunté por mi parte si creía que Liubitsa Birish, una anciana de 78 años que fue estrangulada en su departamento, pudo haberle hecho daño a alguien. No me contestó.
“Desde que llegó la Kfor la frontera con Albania está abierta y hay tres veces más albaneses que antes, además de tráfico de drogas, de armas, qué se yo de qué más. Llegan los albaneses a los puestos de la Kfor y dicen: yo vivía en Kosovo, pero la policía, las fuerzas de seguridad serbias, me quitaron mis papeles, y los dejan pasar.
“Está bien, si acaso es cierto; pero si no tienen sus papeles, no hay problema: existen registros de los ciudadanos, como en todos los países del mundo; probablemente no están aquí, porque fueron evacuados durante los bombardeos, pero existen y pueden ser solicitados a las autoridades yugoslavas, para saber quién realmente vivía en Kosovo, y quién no. Pero a la Kfor no le interesa establecer quiénes eran los ciudadanos legales de Kosovo antes de la guerra”. La milagrosa multiplicación de los albaneses amenaza ya con desbordar los límites de Kosovo; incluso en la antigua república yugoslava de Macedonia, exigen ya la creación de la Gran Albania, con el territorio estrictamente albanés, más los agregados kosovar y macedonio.
Goran Permnichits, jefe del gabinete del Consejo Ejecutivo Temporal de Kosovo y Metohija –que preside Zoran Andjelkovich– y representante del Partido Socialista (el de Milosevic) comenta a unomásuno: “Hay muchos problemas, por ejemplo que la Kfor no es capaz de mantener el orden y la seguridad, aunque tiene tres veces más soldados y policías que los que teníamos nosotros. Creemos que debe haber un mucho más adecuado nivel de protección y de seguridad para los ciudadanos no albaneses, y que la Kfor debe cumplir el propósito de posibilitar la existencia de un Kosovo multiétnico, y no encubrir a los extremistas como Tachi y el ELK.
“También es un contrasentido que la Unmik y la Kfor pretendan reconstruir la administración civil sin tomar en cuenta en realidad a los serbios. Solamente llaman a nuestros especialistas cuando tienen problemas que no pueden resolver, y luego los ignoran”.
Permnichits asegura tajantemente que “están a la vista” los vínculos del ELK con los cárteles del narcotráfico y del lavado de dinero, lo mismo que con grupos terroristas como el encabezado por Osama ben Laden. “Los servicios de seguridad de los países de la OTAN disponen de toda la información, que está asimismo en poder de la Interpol”. Los gobiernos occidentales por su parte, acusan ahora abiertamente al ELK de orquestar ataques contra la minoría serbia y las tropas internacionales de pacificación –hay una particular saña contra los rusos–, ocultar armas y asumir poderes de policía y de recaudación tributaria.
Los moderados –cuya figura más conocida es Ibrahim Rugova, adversario político del ELK—pierden terreno ante los radicales. La dirigencia del ELK vendió la idea del desarme a sus partidarios conforme a las vagas promesas hechas en Rambouillet de crear una Guardia Nacional compuesta por elementos del ELK, incorporar a otros más a la nueva policía, y dar a la formación guerrillera un papel en la definición de políticas y en el gobierno provisional.
El jefe del gabinete serbio kosovar expone el criterio de la administración provisional yugoslava: “Aquí ha tenido lugar el más grande éxodo de serbios; en un mes, 140 mil fueron sido expulsados. “Menos de 50 mil permanecen en Kosovo; ya no hay en Metohija, salvo 150 refugiados en iglesias ortodoxas. Y el número de albaneses se ha triplicado después del fin de los bombardeos de la OTAN. La expulsión no solamente afectó a los serbios, sino a otros grupos étnicos, como los gitanos, los húngaros, e incluso a los albaneses leales a Serbia”.
Por lo demás, persiste entre los yugoslavos el temor de que Kosovo no sea sino el primer paso de un vasto plan desintegrador y desestabilizador. Así lo plantea Permnichits: “Sabemos que las fuerzas desestabilizadoras están listas para intentar la repetición de la estrategia secesionista que ha tenido lugar en Kosovo, y Montenegro les parece el blanco idóneo”. ¿Volver a empezar?
Faltan, es cierto, muchos elementos en el mosaico de Kosovo. Este memorial sólo pretende y puede ofrecer instantáneas, bocetos, voces, paisajes. No debo ni quiero dejar fuera del caleidoscopio a Liliana Staletovich, reportera –desde hace 16 años—de Jedinstvo, el único diario serbio que subsiste en Kosovo, y corresponsal del matutino Glas, de Belgrado. Soportó con la frente en alto y sin dejar su trabajo, 20 días de llamadas que le exigían salir de su departamento. Los guardias irlandeses de la Kfor pasaron alguna noche con ella, y colocaron en la puerta un aviso: “Protegido por la Kfor”.
De nada sirvió. Intentó contestar el teléfono en inglés, pero le replicaron que sabían bien que es serbia y se tenía que ir. El 5 de agosto fue expulsada de su casa, del hogar, de los muebles, los cuadros, los enseres adquiridos con años de dura labor reporteril. Tres días antes, su vecina Sana Bujovich fue estrangulada en la bañera. Tenía 85 años de edad. Liliana anunció que iría a Belgrado para pasar unos días con su madre, pero regresaría a Pristina, donde tiene su empleo, desarrolla su vocación profesional y ha vivido toda su vida.
A la incansable Branka Stanisic también la amenazaban de muerte, un día sí, otro también. Ya debe estar en Belgrado, donde reside, pero no descarto que regrese a Kosovo. ¿A vivir, a morir? Tal vez enmedio de la hipocresía de los poderosos, que cometieron un crimen para detener otro, supuesto, incomprobado como tal, se abra un espacio para la vida. Lo merecen todos los kosovares; lo merece el pueblo serbio, cuya cuna nunca dejará de serlo.